Dicen que la primera vez nunca se olvida y, si ello es cierto para otros aspectos de nuestras vidas, no lo es menos para el teatro.
En mi caso, todo empezó con esa ilusión adolescente y con muchas dificultades y contratiempos. Corría el año 1985 - ya ha llovido, ya - y en el instituto en el que yo estudiaba había un ambiente cultural muy vivo y surgió el empeño por formar un grupo de teatro estable. Teníamos a nuestro favor un gran director de escena, mi querido Juan León Fabrellas, y una jefa de estudios que creía en nuestro proyecto. En cambio, en nuestra contra estaba el propio director del instituto y una total falta de recursos. Dado el elenco y el interés del grupo decidimos poner en pie nada menos que "La casa de Bernarda Alba", de Federico García Lorca. Trabajamos duro todo el curso para meternos en la piel de nuestros personajes. Mi papel fue el de Martirio, la hermana fea y "contrahecha" enamorada en secreto del futuro marido de Angustias, la mayor, y amante de Adela, la menor de las hermanas.
Con dos focos prestados por el ayuntamiento, una mesa vieja y sillas de la abuela de una de las actrices, vajilla y cubertería rescatada de algún baúl mohoso y, por todo vestuario, unas faldas negras rudimentarias y zapatillas de esparto negras compradas con dinero del bolsillo de la jefa de estudios. Las camisas blancas las pusimos nosotras mismas...
Unas horas antes del estreno se nos explotó uno de los focos, el sonido no funcionaba y los nervios estaban de punta. Recuerdo que incluso nos fuimos a comprarle una varita mágica a nuestro director que estaba el pobre para darle un ataque. Antes de salir a escena estuvimos calentando la voz, maquillándonos y peinándonos unas a las otras y a pocos minutos de abrir el telón, respiramos hondo y ¡adelante!
Al escuchar mi "pie" me temblaba hasta el pensamiento pero, una vez en el escenario, sentí al público muy receptivo y me sentí segura de quién era. Poco a poco fuimos creciendo en escena y el pulso entre nosotras iba haciéndose uno sólo. Era magia pura. Y llegó el final trágico y el silencio conmovido de la audiencia, el mejor medidor de que habíamos comunicado lo que pretendíamos.
La sala rompió en aplausos y el subidón fue tal que estuve con dolor de cabeza toda la noche.
Aquel estreno fue la antesala de lo que luego sería el Grupo de Teatro Óscar Martín.
El veneno del teatro había entrado en mis venas y ese mal ya no se cura jamás...
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